Ya lo sé. Sí, sí, ya sé de donde me viene mi amor por el pan, por el buen pan, por hacerlo y por comérmelo. Esta vocación panadera que he tardado años en descubrir tiene un fundamento claro que estaba muy escondidito en algún rincón de mi subconsciente.
De niña, como para todos aquellos que nacimos en los 60, los medios audiovisuales a mi alcance se limitaban a la tele (entre la carta de ajuste y la película de 2 rombos), a la radio y a los cuentos que sonaban en el tocadiscos de casa. Algunos de los momentos más agradables que recuerdo son esas tardes de lluvia cuando, después de unos 9 o 10 «me aburro», mi padre ponía en el tocadiscos uno de esos vinilos pequeñitos que luego me enteré que se llamaban singles. Poco a poco el disco iba cogiendo velocidad y la aguja del tocadiscos empezaba a deslizarse por los surquitos para hacer que la poderosa voz del narrador empezará a contar las hazañas de El gato con botas, Pulgarcito o las desgracias de Blancanieves y la Lechera. Mi cuento preferido era el que protagonizaba la gallina Marcelina. Me encantaba esa gallina, rodeada de polluelos y empeñada en hacer pan. Sí, sí, todos sus quebraderos de cabeza y sus desvelos provenían de unos granos de trigo que encontraba y en su empeño por convertirlos en un buen pan. Porque así lo llamaba Marcelina, un buen pan.
Gracias, Marcelina.